Kant es un autor en el que culminan muchos rasgos notables de la Ilustración. El texto pertenece a un pequeño ensayo que se publicó en 1784 en una revista berlinesa, la cual había promovido una reflexión entre los intelectuales alemanes de la época acerca del verdadero sentido y significado del término “Ilustración”. La respuesta de Kant precisamente fue titulada Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Ilustración? En esta obra Kant definió a la Ilustración como a “la salida del hombre de la minoría de edad en la que se encontraba por su propia culpa”.
Todas las obras de Kant pueden resumirse en un propósito que les da unidad: realizar una crítica radical de la razón humana. La razón es la gran protagonista de la cultura europea del siglo XVIII, y Kant considera que ha llegado el momento de examinar a fondo sus alcances y límites, para evitar que se pierda en inútiles discusiones sin sentido.
Dos grandes obras tratan de cada uno de los dos usos posibles de la razón: la Crítica de la Razón Pura (1781) se ocupa del uso teórico de la razón, tal y como se emplea en las ciencias; la Crítica de la Razón Práctica (1788) examina su uso práctico, tal y como se expresa en la experiencia moral. Estos son los dos grandes temas de los que se ocupa la razón: conocer la naturaleza y dirigir moralmente las acciones humanas.
Para Kant, las ventajas del uso autónomo de la razón son mayores que todos los peligros que puedan suponer en un principio. De ahí que Kant no dudara en afirmar que el lema de la Ilustración debía ser el de “atrévete a pensar por ti mismo” (“sapere aude!”). Esta es la única manera de actuar de acuerdo con nuestra naturaleza, que a todos nos ha hecho racionales y libres. Y es también el único modo de que existan verdaderos ciudadanos responsables y emancipados, que es una de las obsesiones de toda la filosofía de Kant, presente en esa labor de profunda autocrítica que realiza a la propia razón, tanto en su uso teórico como en el práctico.
Así, considerando que toda acción humana se da en un contexto social, Kant recalca que cualquier actuación social que empeore nuestra situación de igualdad y libertad respecto a los demás, sería una acción contraria al fin último que todo ser humano debe perseguir: ser responsable de su propia vida, tanto de sus éxitos como de sus posibles fracasos. Por eso la acción social, si ha de cumplir con tal exigencia, debe garantizar nuestra independencia civil, los medios para ser libres e iguales, para ser dueños de nuestro proyecto de vida.
De esta manera, Kant asumió las consignas de la Revolución Francesa, pero las transformó un poco. Asumió que la libertad y la igualdad de los hombres, para que cada uno pudiera vivir dignamente a su manera, eran exigencias internas de la razón, del imperativo categórico, de la Ilustración. Pero no reconoció la consigna de la fraternidad como una exigencia semejante a las otras dos. Creía que el orden social podía garantizarse sin necesidad de apelar a este sentimiento. Para él resultaba más seguro apelar al respeto que nos merece todo ciudadano que lucha por su independencia vital. Ese respeto no era un sentimiento de compasión, como para Rousseau. Kant no se engañaba, pues sabía que con mucha frecuencia el sentimiento que tenemos hacia los demás es el de recelo, sospecha e incluso, a veces, de hostilidad; actitud que él denominó la “insociable sociabilidad” del ser humano.
Pero, a pesar de todo, Kant creía que, cuando teníamos delante un hombre que lucha sobriamente por su libertad, por su igualdad y por su independencia vital, por no estar sometido a nadie, surgía en nosotros un sentimiento de respeto, de reconocimiento. Así que, en lugar de la fraternidad, reclamó el valor de la independencia civil, de la que se deriva un respeto recíproco entre los hombres.
Pero Kant cambió el sentido de la Revolución Francesa en otro punto. Pues la lucha por la igualdad, la libertad y la independencia civil era, ante todo, una lucha social. No se conseguía meramente mediante una Constitución en cuyas páginas se dijese que todos los hombres son libres, iguales e independientes. Estas cosas no se consiguen porque una declaración solemne las establezca. Al revés, resulta fácil pensar que una Constitución es un símbolo que, en el fondo, quiere decir que todo ciudadano cree que puede lograr su proyecto de vida pacíficamente bajo esa ley común. En este sentido, una Constitución no describe la realidad social. Aunque ella diga que todos los hombres son libres e iguales, con eso no basta. Kant incluso era contrario a que a la igualdad, a la libertad y a la independencia civil se les llamara “derechos naturales”, porque parecía que, como derechos, alguien debía dárselos a los hombres.
Kant lo entendió de otro modo. No sólo llamó a la libertad, la igualdad y la independencia civil derechos naturales, sino también deberes naturales. Nadie, ningún político profesional, ningún revolucionario con la boca llena de promesas, tenía que regalárselos a los hombres. Que se hagan realidad es nuestro deber, es, como ya hemos mencionado antes, una autoexigencia que se deriva de nuestra condición racional.
Ahora bien, esa lucha social era muy difícil de conseguir en su tiempo porque los hombres a veces heredaban la condición social de sus padres: si sus padres eran siervos, los hijos casi siempre lo eran también. Casi todos los hombres carecían entonces de libertad para elegir trabajo, no tenían medios para educarse y enfrente, sobre todo en muchas zonas de Alemania, se alzaban los señores feudales, que humillaban a quienes se acercaban a ellos. Así que, efectivamente, Kant veía bien una revolución política que, impulsada por todo el pueblo, retirara todos los obstáculos jurídicos externos, consiguiera la libertad social y la igualdad política necesaria para que cada uno entrara en una acción social según su trabajo y su formación.
Pero los hombres no deberían esperar que esa revolución política les permitiera, a su vez, reglamentar desde el poder político toda la acción y vida social. Eso sería tanto quitarles con una mano lo que les daban con la otra. La acción política era un mero instrumento: debía poner en mano de cada nueva generación los medios para que ningún talento se desaprovechara, para que ninguno se perdiera, para que todos obtuvieran el trabajo digno correspondiente a su capacidad y así ganaran el respeto de sus conciudadanos. Pero era responsabilidad de cada uno usar esos medios que la sociedad y el Estado ponían en sus manos. Sin ese coraje de cada uno, los medios que el Estado pusiera a disposición de los ciudadanos se quedarían estériles, sin uso.
Todo poder político que fuera más allá, sometería a los hombres a un paternalismo incompatible con la libertad y la dignidad humanas.
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