1. Sócrates y los sofistas. Contexto histórico y cultural
Al haber conducido a las demás ciudades griegas hacia la victoria contra los persas en las guerras médicas (492-479 a. C.), Atenas se situó en una posición preponderante. Esta circunstancia contribuyó a convertirla en la polis más importante del siglo V a. C. y a que en ella floreciera lo más destacado de la política, la cultura y la filosofía.
Durante este mismo siglo, la aristocracia ateniense había ido cediendo terreno a la democracia, hasta que esta alcanzó su máximo desarrollo y se consolidó bajo el mandato de Pericles, del año 461 al 429 a. C. Con él, todas las manifestaciones de la cultura alcanzaron su máximo apogeo: la historia, la arquitectura, la escultura, la tragedia y la comedia.
Se inició así una etapa de humanismo, donde el foco de atención se apartaba del cosmos para centrarse en la polis, lugar donde conviven los hombres, ya que, con la democracia, los ciudadanos pasaban a participar activamente en la vida de la polis y a decidir sobre sus destinos.
1.1. Llegan los Sofistas
Este fortalecimiento de la democracia llevó consigo una fuerte demanda de profesionales que formaran en el arte de dirigir a quienes pretendían acceder al gobierno de la ciudad.
Los sofistas vinieron a cubrir dicha necesidad. Por lo general, estos pensadores no eran atenienses, sino extranjeros, venidos de diferentes ciudades para probar fortuna en la gran ciudad. Esto hizo que tuvieran una visión de los asuntos más abierta y cosmopolita.
A pesar de ser extranjeros y no tener derecho a participar en las instituciones políticas de la democracia, influyeron mucho a través de sus discípulos, los futuros magistrados; además, por su pertenencia al pueblo, los sofistas fueron críticos con las antiguas tradiciones aristocráticas.
Una de las características de su modo de pensar fue el abandono del estudio de la naturaleza. En su lugar, se preocuparon tan solo por asuntos humanos, tales como las costumbres, las leyes y la organización social.
La falta de interés de los sofistas por los problemas cosmológicos puede deberse, en primer lugar, a que las soluciones de los filósofos presocráticos les parecieron contradictorias y poco concluyentes.
Por otro lado, la gran demanda de maestros para las tareas políticas desvió su atención hacia el conocimiento de las cosas humanas y el dominio del lenguaje. En la democracia ya no se accedía a los cargos públicos por razón de los lazos familiares, como en el régimen aristocrático, sino por la educación y la capacidad oratoria. Los sofistas enseñaban a convencer a los demás ciudadanos, como el médico enseña a curar una enfermedad, o el arquitecto a hacer una casa.
Los sofistas se autodenominaron sabios, ya que sofista proviene de sofistés, que significa «sabio» y que, a su vez, deriva de sofós, también con el mismo significado.
En contraste con ellos, Sócrates prefirió llamarse filósofo, es decir, «amante de la sabiduría», porque consideraba que ellos eran falsos sabios o sabios solo en apariencia.
También se calificaron a sí mismos como maestros de virtud (areté). Pero no entendían el término virtud como en épocas aristocráticas anteriores, en las que se identificaba con la excelencia, la valentía o la nobleza. Los sofistas concibieron la virtud como el arte de hablar bien y de convencer, es decir, como capacidad política o retórica. El fin de este arte no era otro que lograr el triunfo político y obtener el dominio sobre los demás, a través del poder, la riqueza y el reconocimiento.
Por tanto, no buscaban en primer lugar la verdad, sino la fuerza de la convicción para prevalecer
sobre el adversario político. En consecuencia, los sofistas terminaron defendiendo posturas relativistas.
Las leyes humanas, según ellos, pueden caracterizarse fundamentalmente por ser:
• Convencionales: dictan lo que está bien o mal, pero no son algo inmutable como lo que proviene de la physis, sino que proceden de las decisiones de los seres humanos y, en concreto, de los que gobiernan.
• Relativas: cambian con el tiempo –no es lo mismo un tiempo de paz que un tiempo de guerra–, o con las diferentes culturas –las leyes no pueden ser las mismas en Atenas que en Esparta–.
• No obligan por sí mismas: por su misma naturaleza, las leyes civiles solo obligan por las fuerza de las sanciones, es decir, solo motivan externamente.
Los sofistas más destacados fueron Protágoras y Gorgias.
2. Los sofistas. Protágoras y Gorgias
2.1. Protágoras
La conocida frase de Protágoras , «el hombre es la medida de todas las cosas», ha quedado para la historia como expresión típica del relativismo. Las cosas no se pueden conocer como son en sí mismas, sino que su conocimiento depende del punto de vista de cada individuo; por lo tanto, lo que es verdadero para unos, puede parecer falso para otros, y lo que es bueno para unos, puede ser percibido como malo por otros.
Como la convivencia social y política sería imposible de este modo, había que dar paso a la retórica, es decir, a aquel arte cuya finalidad es la de convencer sobre la verdad o bondad de algo en un momento concreto. Esta situación dejaba la moral y la política completamente en manos de la capacidad oratoria de los sofistas, y podía llevar a situaciones contradictorias, ya que hacía posible defender tanto una cosa como su contraria.
2.2. Gorgias
Son famosas las tres tesis de este sofista:
- primero: nada existe
- segundo: si algo existe, no puede ser conocido por los hombres
- tercero: si se puede conocer, no se puede comunicar y explicar a los demás.
La palabra no puede dar a conocer una realidad inexistente, pero sí puede persuadir y convencer. Con Gorgias, la filosofía renunciaba a la verdad y se convertía en lo único que conocemos con certeza, que es el arte de la oratoria.
3. SÓCRATES
3.1 SEMBLANZA
Aunque es posible que empezara como un sofista más, Sócrates (470 – 399 a. C.) pronto entendió que tenía que contrarrestar el relativismo y escepticismo de los retóricos ambulantes, quienes habían contribuido a la ruina moral y política de la polis.
Fue duro en sus críticas a los sofistas y los gobernantes de Atenas, que buscaban más agradar a los ciudadanos que exigirles que fuesen buenos, lo cual le granjeó envidias y enemistades.
Contemplaba a sus conciudadanos sumidos en una especie de letargo, causado por la corrupción y el excesivo lujo, por lo que se consideró a sí mismo como un tábano que debía picarlos, a través de la ironía, para despertarlos de su mal sueño.
Sócrates no impartía sus enseñanzas en lugares privados, como hacían los sofistas, sino en los gimnasios o en los mercados, y, a diferencia de ellos, no cobraba. Frente al relativismo de la ley civil o nomos, que estaba llevando a Atenas a su decadencia, propuso que había que seguir lo que dicta la razón o logos. Muchos de sus contemporáneos lo vieron como un peligro contra la seguridad del Estado, como un rebelde contra la tradición y las leyes de la ciudad.
Finalmente, fue llevado ante los tribunales, acusado de no reconocer a los dioses de la ciudad, lo cual era considerado como traición, ya que podía provocar su cólera y, tal como estaba la situación en Atenas, esto era una amenaza contra la estabilidad política y social. Sócrates se defendió a sí mismo en el proceso y fue condenado a muerte. Acabó con su vida ingiriendo una copa de cicuta mientras disertaba con pasmosa serenidad sobre la inmortalidad del alma.
3.2. LA ÉTICA
Sócrates consideraba que los atenienses estaban excesivamente preocupados por su bienestar corporal, por los honores y por el dinero, pero no por su alma, que debía ser lo primero, porque en ella reside la razón o logos.
La salud del alma coincide con la eudemonía o felicidad y se consigue con un comportamiento virtuoso, que no es otra cosa que conocer lo que es bueno y verdadero y lograr el dominio de uno mismo.
La virtud cobra un sentido nuevo para Sócrates, diferente de aquel que le habían dado los sofistas y, anteriormente, el mundo griego arcaico. La virtud ya no consiste, como enseñaban los sofistas, en la habilidad retórica para convencer y someter a otros, o en la sumisión a las leyes civiles externas al hombre, sino en el autodominio.
Sócrates entendió que este es el dominio racional del alma sobre el cuerpo, el sometimiento del ser humano a su ley interior, es decir, a su logos o conciencia.
Frente a la libertad exterior o legal, que se resume en no ser esclavo de otro, Sócrates propuso la libertad como algo interior del hombre, que consiste en no ser esclavo de los propios gustos o instintos.
Quien es virtuoso y, por tanto, conoce el bien, no puede dejar de practicarlo. Según esto, nadie hace el mal voluntariamente, porque el vicio solo puede ser consecuencia de la ignorancia, esto es, de confundir el bien verdadero con el aparente.
Esta postura socrática se ha llamado intelectualismo moral, y supone un cierto determinismo, ya que es tanta la fuerza que se le supone al bien que, cuando se lo conoce, la voluntad se ve empujada a ponerlo en práctica.
3.3. EL MÉTODO
3.3. EL MÉTODO
Sócrates proclamó «solo sé que no sé nada», es decir, que la búsqueda de la verdadera sabiduría supone ineludiblemente el reconocimiento de la propia ignorancia.
Además, propuso superar el relativismo de los sofistas mediante la búsqueda del concepto general, que es el mismo para todos y proviene del interior del ser humano, de su razón o logos.
El concepto se ha de expresar en una definición. Si logramos llegar a la definición de la justicia, por ejemplo, está ya no será algo cambiante y relativo, sino algo inmutable e igual para todos.
Es necesario, afirmó, ayudar a los hombres a descubrir la verdad de estas definiciones. Esto es lo que propuso hacer mediante el método del diálogo, en el que pueden distinguirse dos momentos:
1. Ironía o fase destructiva. Mediante preguntas sobre una cuestión y la refutación de sus respuestas, trataba de eliminar los prejuicios del interlocutor y hacerle reconocer su ignorancia.
2. Mayéutica o proceso constructivo. Continuando con las preguntas y respuestas, Sócrates ayudaba a alumbrar las ideas que se encontraban en el alma del discípulo. Al final, el interlocutor llegaba al descubrimiento de la definición correcta, expresión del concepto universal, válido para todos.
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